Si el éxito de las organizaciones consiste en haber sabido innovar de forma sistemática, parecería sencilla la conclusión: innovemos. Pero, ¿es suficiente dicha afirmación para ser una empresa innovadora? Evidentemente, no. En primer lugar, se debe reflexionar sobre ¿qué es innovación? ¿qué significa para mi organización?
El error más común es pensar que la innovación está asociada únicamente a empresas de alta tecnología como las TIC o automoción, pero la innovación puede ser incorporada en las organizaciones en cualquier aspecto de su cadena de valor, sea cual sea el negocio al que aquéllas se dediquen. Además, las empresas pueden innovar en otras cuestiones distintas a sus procesos operativos: como en su sistema de comunicación interna o con el cliente; en cómo generan su imagen de marca, etc. Todo es susceptible de ser objeto de innovación, y el primer reto que tienen las organizaciones que deciden innovar es decidir qué entienden por innovación y en qué aspectos consideran que tienen más necesidad de enfocar la misma.
En primer lugar, parece necesario distinguir entre la innovación y la creatividad, ambas frecuentemente confundidas en el vocabulario empresarial del día a día. No es lo mismo generar ideas de forma inconexa y desorganizada que innovar. Si se establecen sistemas de generación de ideas y después estas no son llevadas a cabo, el clima de la empresa puede verse perjudicado al caer las personas en el desánimo y frustración.
Así mismo, es frecuente encontrar estudios que distinguen entre la innovación y la mejora continua en los procesos de la organización. Estando de acuerdo en ello, son conceptos diferentes, nos parece necesario decir que no deberíamos ser muy puristas al respecto pues, en muchas ocasiones, la actitud de mejora continua en las actividades del negocio es el primer paso para conseguir contagiar a las personas de la organización con conductas innovadoras. Matar iniciativas de mejora, por considerar que no son innovación en su sentido más estricto, puede desembocar en bloqueos y abandono del deseo de contribuir a la innovación. La organización innovadora no debería desanimar a sus colaboradores en la búsqueda de mejoras continuas de sus procesos, sino que debería ser capaz de convertir éstas en innovación, ejecutándolas y animando a ir más lejos, dotándolas después del carácter innovador que se pretende.
Riesgos y dificultades:
En segundo lugar, deberíamos analizar a qué me enfrento en el camino de la innovación y si incurro en algún riesgo, con la finalidad de, si no consigo eliminarlo, al menos ser capaz de administrarlo y minimizar sus impactos.
La primera dificultad a la se enfrentan las organizaciones decididas a ser innovadoras es que no es fácil encontrar cuál es el mejor momento para impulsar la innovación. Sistematizar la innovación en una empresa y crear una cultura de innovación, supone cambiar las formas de hacer las cosas, de actuar, etc… por lo que el día a día de la organización se ve afectado, corriéndose el riesgo de que, el personal, vea en ello una complicación estéril más que una estrategia competitiva del negocio. Dado que dicha implantación cuesta tiempo, la resistencia es grande y el retorno no se ve inmediatamente, muchas veces la dirección de la empresa pospone una y otra vez la innovación en los planes estratégicos de la compañía.
Otro de los riesgos a los que se enfrentan las empresas que deciden innovar es saber encontrar el equilibrio adecuado entre propiciar un clima favorable a la innovación y el cambio, es decir, un escenario con libertad y agilidad en la toma de decisiones y el necesario control y supervisión de las sedes centrales de las compañía (u órganos de decisión en su caso). No saber encontrar dicho equilibrio propicia igualmente el permanente aplazamiento de las acciones necesarias para sistematizar la innovación. El clima de libertad que exige la innovación es percibido por la dirección como un paso atrás en el control adquirido por las centrales de las empresas. El miedo a perder ese control debe ser superado a través de la implantación de un sentimiento de alto compromiso de los líderes y de todos los empleados con los objetivos de la compañía.
Pero la mayor dificultad a la que las empresas se enfrentan en su decisión de innovar es la resistencia al cambio y la aversión al riesgo. Las permanentes objeciones (disfrazadas de criterios técnicos) a todo lo nuevo, enmascaran algo mucho más inconfesable por parte de la dirección: el miedo a lo desconocido, el temor a dejar sus respectivas zonas de confort, a dejar de hacer lo controlado para adentrarse en lo desconocido e incierto.
Es común la creencia de que la eficacia de la persona consiste en resolver en el día a día los problemas cotidianos. Las personas (directivos y colaboradores) nos sentimos bien y reconocidos por nuestro entorno, cuando nuestro trabajo diario consiste en saber solucionar asuntos directamente relacionados con nuestro conocimiento y experiencias del pasado en torno a cuestiones cotidianas del negocio. Entendemos que esa actitud garantiza en cierta medida nuestro éxito personal ya que la probabilidad de equivocarnos es menor y además, visibilizamos de forma inmediata nuestra “utilidad”.
Cuando este sentimiento afecta a la alta dirección de la empresa, la sistematización de la innovación no tendrá cabida, ya que ésta requiere poner en segundo plano el corto plazo para colocar en la actividad diaria la creatividad y el pensamiento a largo. Requiere, en conclusión, una actitud dispuesta a asumir riesgos (principalmente el del fracaso y el de la crítica).
Como consecuencia de lo anterior, la empresa deberá resolver el conflicto existente entre los pensamientos creativos y los que se centran en la solución del día a día del negocio. Ambas situaciones deben convivir. Por ello, una empresa que no consiga la máxima agilidad y, en lo posible, la automatización de sus tareas diarias y procesos, no está en el mejor momento de abordar la tarea de sistematizar la innovación.
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Redactado por Natalia Vicente
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